En octubre del año pasado me diagnosticaron un
cáncer de pulmón con metástasis en
huesos y glándula suprarrenal. Había terminado el verano y yo tenía en mente correr la maratón de Zaragoza a finales de septiembre. Todo comenzó corriendo, con una tos ligera que no terminaba de irse, y cierto malestar en el pecho. Acudí a
Urgencias y de la placa que me hicieron resultó una
neumonía leve. Con los antibióticos empeoré, y a los 10 días tras una nueva placa apareció una mancha en mi pulmón derecho.
Tenía entonces 38 años; no era fumador, sino deportista.
El resultado de la segunda placa hizo que se activaran los protocolos y me hicieron en pocas semanas todas las pruebas, un TAC, una broncoscopia y un PET, entre otras otras. Una mañana de octubre una doctora me explicó el diagnóstico. Fue una sensación extraña: me empezaron a zumbar los oídos,
un sudor frío invadió mi cuerpo y me sentí mareado. Tuve que tumbarme en una camilla apenas unos minutos. Me dijo, en respuesta a mi pregunta, que sin tratamiento me quedaban entre cuatro y seis meses de vida; con medicación de un año a dos como mucho. El relato de la oncóloga fue aséptico y distante. La curación no era posible, se trataba sólo de un
tratamiento paliativo, dijo.
A veces, pasado el tiempo, intento recordar qué sentí en ese momento, cuando salí de la consulta acompañado por
mi hermano y su novia. Me viene a la cabeza que hablamos de cómo darles la noticia a mis padres, que estaban esperando en casa. Y poco más.
La semana que siguió a ese momento se ha borrado de mi cabeza. Entera.
Sí guardo dentro de mí la sensación que sentí a los pocos días, cuando salí del hospital, ya con la primera sesión de quimioterapia en el cuerpo. Estábamos esperando el tranvía; mi madre me preguntó cómo me encontraba. Recuerdo el viento frío en mi cara. Le dije que estaba bien, que ahora estaba ya haciendo
algo contra el cáncer. Tuve la suerte de entrar en un tratamiento experimental, coordinado por mi oncólogo,
Ángel Artal. Combinaba la quimioterapia con la inmunoterapia, en mi caso durante los tres primeros meses, y a partir de ahí, solo ya con inmunoterapia, concretamente con atezolizumab. El control de la enfermedad se hacía a través de pruebas de TAC. La evolución fue positiva.
El tumor primario disminuyó casi a la mitad al final del tratamiento combinado con quimioterapia. Luego con la inmunoterapia se mantuvo. Y después de Semana Santa, en abril, creció un poco.
Entonces el doctor Artal optó por cambiar el tratamiento. Al principio del tratamiento habían descubierto, tras analizar mis muestras, que mi cáncer se debía a una mutación genética llamada Ros 1. Es rara, pero por suerte existe un fármaco para su tratamiento, el crizotinib.
Se trata de quimioterapia en pastillas, que tomo dos veces al día. Es mucho más cómoda que la intravenosa y me da más libertad.
Los resultados del crizotinb han sido excelentes. Las metástasis han desaparecido y el tumor ha quedado reducido a una “
muesca”. Sigo con el tratamiento. En un par de meses se cumplirá un año desde que comencé este camino. No ha sido fácil, ni para mí ni para aquellos que me acompañan. Por suerte mi cabeza, y mi ánimo, me han acompañado en este trayecto.
Nunca me he llegado a encontrar mal, y eso ayuda. Hay días, sin embargo, en los que la sonrisa y el optimismo están a años luz. Momentos bajos, de cansancio, de muchas lágrimas, de preguntas sin respuesta. El miedo siempre al acecho. Y las mañanas que se suceden, por suerte, y cada día lo valoras como un triunfo, y sigues sin mirar al mañana y piensas que es posible y que estás aquí y que es lo que hay.
No soy ningún héroe, ni quiero serlo, de verdad. Lo afronto lo mejor que puedo, no sabría hacerlo de otra forma. Pero no soy ejemplo de nada.
He aprendido a
no hacer planes de futuro. Suena a tópico manido, pero vivo día a día. No lucho contra el cáncer, sino contra el tiempo, pienso en las cosas que quiero hacer, las personas con las que quiero estar y actúo en consecuencia. Me gusta hablar con claridad de esta enfermedad, es mi forma de plantarle cara. Mucha gente huye incluso de la palabra.
Pienso que hay que llamarla por su nombre. Como a la muerte, que está ahí, aguardando. Pero de momento fluye la vida dentro de mí y a mí alrededor.
Este tratamiento dejará de funcionar, me lo dijo el doctor Artal desde el principio. Pero no sabemos cuándo. Estas pastillas me dan la vida, pero me acercan también a la muerte. Es un contrasentido. Me gustaría que el tiempo se detuviese, pero los días pasan rápido. Esta es la lucha, la de absorber al máximo cada instante. No con la enfermedad, que está ahí, y de la que se encargan los médicos.
Siempre tendré cáncer, pero no siempre podré disfrutar de la compañía de mis amigos, de mi novia, de mis padres, que tanto han sufrido,
de mi hermano, que lo pasa peor que yo. No siempre podré estar en mi pueblo, en mi ciudad, en la orilla del mar, en un concierto de Kase.O, en Nueva York, viaje soñado. Ni podré sostener en mis manos mis libros, ni ver mis series. Son instantes únicos, que el cáncer te enseña a disfrutar y a valorar en su auténtica dimensión.
La grandeza de las pequeñas cosas se esconde como un tesoro en la pausa terrorífica que impone la enfermedad. Hay que tener la paz y la serenidad para buscarlo. No siempre es fácil. Ayuda la confianza en una sanidad pública envidiable y en unos médicos que se vuelcan. Ahí está Ángel Artal. Y el cariño de la gente. Nada me ha ayudado tanto a conocerme como
el cáncer porque te acerca a lo esencial, a lo primario: al dolor, al amor, el miedo, la amistad, y también a la muerte. Todo encaja, como en la piel, como una pieza de Fabrizio Paterlini, que fluye, como la vida misma, no hay más.
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