Recientemente las
lluvias torrenciales causadas por una DANA han azotado el sur y el este del país, especialmente la provincia de València, causando pérdidas humanas y materiales de proporciones catastróficas.
A nivel psicológico, las personas afectadas se han visto expuestas a una situación profundamente traumática, que dejará una impronta permanente en su conciencia, y que habrá
desencadenado un torrente de intensas emociones, como el miedo, la ira, la tristeza y el asco. Todas estas emociones, aunque sumamente desagradables, cumplen una función ancestral de supervivencia y adaptación al entorno, y por tanto, representan una respuesta humana normal a lo ocurrido.
La mayoría de las personas que han vivido la catástrofe nunca desarrollarán un trastorno mental, pero serán diagnosticadas y tratadas como tal, si no tienen un adecuado tejido social y económico que las sustente. Hemos visto como la brutalidad del agua ha ahogado vidas, arrancado puentes, desplazado vehículos y anegado pueblos enteros. Pero si nuestros fallecidos se pueden enterrar,
los puentes se vuelven a tender y los pueblos se reparan, las personas que han vivido la catástrofe encontrarán algo de paz, y podrán muy lentamente volver a una nueva normalidad. Si esto no es así, el miedo, la ira, la tristeza y el asco se apoderarán de ellas y prevalecerán, y muchas personas,
por falta de otras opciones, se verán abocadas a buscar ayuda en el sistema sanitario.
La entrada al sistema sanitario se producirá en la gran mayoría de casos a través de los centros de atención primaria. Será entonces, cuando los médicos de familia, maltratados por el progresivo desmantelamiento de la sanidad pública, ahogados por las infinitas listas de pacientes y el irrisorio tiempo del que disponen para cada uno,
escucharán una vez tras otra las mismas terribles historias, quizá en la distancia al otro lado del teléfono si los centros de salud todavía no han sido reconstruidos. Escucharán que no han encontrado a su familiar, que todavía sienten el miedo en la nuca,
que tienen ganas de llorar, que no tienen ganas de hacer nada, que no encuentran motivación para seguir, que les cuesta llegar a final de mes, que han perdido su casa, su familia, sus amigos, sus vecinos, su empleo... Y será entonces, cuando el médico de familia, por la falta de otros recursos, por la continua y elevada presión asistencial, o por “querer ayudar”, caerá en la trampa. Al duelo por los seres queridos le llamaremos patológico o trastorno por duelo prolongado, al miedo le llamaremos trastorno de ansiedad, a la tristeza, trastorno depresivo, y a las dificultades económicas, laborales o sociales, trastorno adaptativo mixto ansioso-depresivo.
Y entonces la persona recibirá como remedio a sus males un psicofármaco, y habrá sido psiquiatrizada. Ya vimos como tras los inicios de la pandemia por COVID-19 se disparó el consumo de ansiolíticos y antidepresivos por parte de la población.
Y del mismo modo
asistimos a un alarmante incremento en el consumo de ansiolíticos y antidepresivos en los últimos años, que respectivamente han crecido un 182% y 264%, y ocupan la cuarta y la quinta posición respecto al total de fármacos dispensados a través del Sistema Nacional de Salud (Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios 2009, 2014, 2015, 2023, 2024; Ministerio de Sanidad, 2023).
Las personas que reciban un diagnóstico y un tratamiento psiquiátrico empuñarán un arma de doble filo. Por un lado, obtendrán algo de paz a través de la anestesia química de las emociones negativas, especialmente placentera en el caso de ansiolíticos como el Alprazolam (Trankimazin) o el Lorazepam (Orfidal). Por el otro,
pasarán a depender física y mentalmente de los psicofármacos para mantener dicho estado, a expensas de que se resuelvan las circunstancias que les condujeron a la psiquiatrización. Si ello no ocurre, o si el tratamiento fracasa, la situación se prolongará y pasarán a un segundo nivel de tratamiento, que será la atención especializada en salud mental.
En relación con el imparable incremento en el consumo de psicofármacos, resultan también preocupantes las bajas tasas de psiquiatras por habitante que tenemos con respecto al resto de Europa (Eurostat, 2024), con España (13.05/100.000 habitantes), siendo el cuarto país a la cola junto a Serbia (11.67), Bulgaria (10.28) y Turquía (7.28); y quedando muy lejos de otros países como Suiza (53.12), Alemania (28.4), Grecia (25.78), Francia (22.73) o Italia (20.37). Todavía peores son los datos sobre psicólogas clínicas (Duro, 2021), con unas tasas de 5.58/100.000 habitantes, lo que
además de ejemplificar su escasez, refleja un claro predominio de psiquiatras vs. psicólogas a nivel público. Esto hace que para cualquier persona derivada a salud mental, sea mucho más probable estructuralmente que sea atendida por psiquiatría que por psicología, lo que refuerza el proceso de psiquiatrización. No es una excepción a ello, por ejemplo, la Unidad de Salud Mental de adultos en Catarroja, uno de los municipios más afectados por la DANA, en la que hasta su inundación trabajaban 4 psiquiatras y 2 psicólogos.
Además de lo anterior, como
el actual eje vertebrador del sistema de salud mental a nivel público es el psicofármaco, en muchas ocasiones las personas tendrán una primera cita con psiquiatría, antes de valorar su derivación a psicología. Esto mismo sucedió tras el incendio del edificio del barrio de Campanar en València a principios de 2024, cuando aunque se crearon grupos de atención psicológica, las personas afectadas también fueron remitidas a psiquiatría. Una vez en psiquiatría, la persona podrá probar diferentes combinaciones y dosis de psicofármacos, pero
si los problemas de base no se resuelven, su malestar no se extinguirá y permanecerá psiquiatrizada ad infinitum. Lamentablemente, esta no es una situación exclusiva de catástrofes como la DANA, sino que es habitual en la práctica diaria de médicos de familia y profesionales de salud mental.
Después de una tormenta siempre llega la calma, y los ya lejanos aplausos en los balcones y en las calles, han regresado con fuerza a La Terra, con la extraordinaria solidaridad y el abnegado trabajo de los vecinos y voluntarios, así como de los servicios públicos como la Unidad Militar de Emergencias, los policías, los bomberos, los sanitarios, y en definitiva, con todos aquellos que han aportado y aportan algo para ayudar a las víctimas de esta catástrofe. No obstante, este espíritu regenerador no solo debe quedar plasmado en perecederos aplausos, sino que es necesario que la sociedad civil y la sociedad política reflexionen y tomen las medidas adecuadas. Y
en el caso de la salud mental, urge el fortalecimiento público de la atención primaria, el aumento de las psicólogas clínicas, enfermeras especializadas, trabajadores sociales y psiquiatras, la educación en salud mental, la promoción de estilos de vida saludables, y las políticas con apoyo social-comunitario y económico. Vendrán más tormentas, y es responsabilidad de todos decidir cómo las querremos afrontar.
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