Los menores (niños y adolescentes) han sido siempre considerados un colectivo sensible bajo cualquier planteamiento jurídico, asistencial o social. Se han producido, bajo esta consideración, múltiples preceptos jurídicos en el espacio internacional y en nuestro país.
En el primero de los ámbitos mencionados existe un elevado número de instrumentos debiendo señalar dos convenciones de Naciones Unidas: La Convención sobre los Derechos del Niño, de 20 de noviembre de 1989, y la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad, de 13 de diciembre de 2006, y, en este mismo aspecto, otros dos convenios impulsados por la Conferencia de la Haya de Derecho Internacional Privado: el convenio relativo a la protección del niño y a la cooperación en materia de adopción internacional, de 29 de mayo de 1993, y el convenio relativo a la competencia, la ley aplicable y de medidas de protección de los niños de 19 de octubre de 1996.
Deben destacarse, además, dos convenios del Consejo de Europa relativos a la adopción de menores: Lanzarote, 25 de octubre de 2007, y, Estrasburgo, 27 de noviembre de 2008. Esta amplia trayectoria cuenta con larga tradición desde que, en 1924 (Declaración de Ginebra), se concibió por vez primera al niño como sujeto de derecho y protección y, más adelante, en 1959, se aprobó la Declaración de los Derechos del Niño, basada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.
En el espacio español, la Constitución, en su artículo 39, declara la obligación de los poderes públicos de asegurar la protección social, económica y jurídica de la familia y, en especial, de los menores de edad, en sintonía con el marco internacional mencionado. Conviene recordar que los niños y adolescentes constituyen el 17,8 por ciento de la población española: más de ocho millones de personas.
En el terreno de la legislación ordinaria hay que mencionar la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, de modificación parcial del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil, promulgada con el objeto de propiciar un marco regulatorio uniforme en todo el territorio del Estado.
Destaca, por otra parte, la Ley Integral de Medidas contra la Violencia de Género para permitir el desarrollo de las medidas aprobadas en el Plan de Infancia y Adolescencia 2013-2016, así como una profusión normativa en terrenos civil y penal, en aspectos sectoriales, estatales y autonómicos, de marcado carácter proteccionista hacia los menores.
Este marco normativo, sin embargo, ha devenido insuficiente ante los cambios sociales producidos en el mundo de los menores y hacían imprescindible actualizar los instrumentos de protección normativa, en garantía de cumplimiento del mandato constitucional y en sintonía con el marco internacional. Las recomendaciones, en este sentido, provenían tanto de instancias internacionales como nacionales. La jurisprudencia, por otra parte, del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, del Tribunal Constitucional y Supremo de España ha venido urgiendo la necesidad de una actualización normativa.
El escenario español, en efecto, era preocupante. Las conclusiones del Informe de Unicef
La infancia en España 2014 fueron demoledoras, por lo que la reacción normativa no podía esperar y el Consejo de Ministros remitió al Congreso de los Diputados, el 20 de febrero de 2015, dos textos: uno de Ley Orgánica y otro de Ley Ordinaria de Modificación del Sistema de Protección a la Infancia y a la Adolescencia. La Mesa del Congreso, el 27 de febrero siguiente, acordó encomendar, conforme al artículo 148 de su Reglamento, a la Comisión de Sanidad y Servicios Sociales, la aprobación del
Proyecto de Ley de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia.
Proyecto que el pasado mes de Julio pasó a convertirse en la Ley 26/2015, de 28 de julio, y la Ley Orgánica 8/2015 de Protección a la Infancia y a la Adolescencia, esta última al ser necesaria para introducir los cambios necesarios en aquéllos ámbitos considerados como materia orgánica, al incidir en los derechos fundamentales y las libertades públicas reconocidos en los arts. 14, 15, 16, 17 y 24 CE., como son la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial; La Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor; La Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil y la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. Afectando a estas cuatro Leyes Orgánicas y 8 ordinarias.
Debemos destacar que, con esta nueva normativa, impulsada por el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad,
España se ha convertido en el primer país del mundo en incluir en su ordenamiento el derecho a la defensa del “interés superior del menor”, que primará sobre cualquier otra consideración, pasando a ser principio interpretativo, derecho sustantivo y norma de procedimiento.
Este principio consagrado de prevalencia del “interés superior del menor”, incluso frente a la patria potestad de los padres se contempla en las dos normas repetidamente citadas de Protección a la Infancia y a la Adolescencia, y la Ley Orgánica 8/2015, actualizándose la legislación para la protección del menor, dándose así respuesta a las recomendaciones del Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas, conformándose así una
importantísima reforma para los derechos de los niños que en mi opinión tendrá una importante incidencia también en el terreno de las vacunas, terreno en el que es determinante considerar que las indicaciones vacunales son recomendaciones sanitarias y por tanto de libre aceptación, salvo los concretos casos de epidemias o grave riesgo para la salud pública, único caso en España actualmente en el que las autoridades pueden imponer la vacunación obligatoria a la población.
En el escenario normativo español la Constitución garantiza el derecho de los ciudadanos a la protección de la salud (artículo 43) y a la vida y a la integridad física (artículo 15). Pero, ¿se trata de un derecho-deber? Es decir ¿Es obligatorio proteger la propia salud, la vida y la integridad física por su titular? En nuestro marco jurídico la respuesta actualmente es negativa, con fundamento en el respeto a la autonomía de la voluntad y la vigencia de la libertad ideológica y creencias en el seno de aquélla (artículo 16).
La Ley 14/1986, General de Sanidad recogía en su artículo 10.9, el derecho a negarse a un tratamiento, con carácter general, y con escasas excepciones, entre las cuales se mencionaba el riesgo para la salud pública. Se promulgó, en el mismo año, la Ley Orgánica 3/1986, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública y que en su artículo 2 declaraba la posibilidad de las autoridades públicas de tomar cualquier tipo de medidas para preservar la salud pública, cuando se encuentre en peligro, particularmente (decía) en caso de epidemia o situaciones límite.
La Ley 41/2002, Básica de Autonomía del Paciente reconoce, de forma inequívoca y reiterada, el principio de autonomía de la voluntad, el derecho de aceptar o, en su reverso, el de rechazar un tratamiento o actuación sanitaria. En dicho sentido el artículo 2ª e. proclama el derecho a aceptar o rechazar terapias o procedimientos médicos.
Este mismo criterio autonomista es seguido por la vigente Ley 33/2011, General de Salud Pública, perdiéndose una gran ocasión con ella, de regular, específicas obligaciones como las que contemplamos, opinión compartida doctrinalmente, puesto que
este criterio autonomista constituye un contrasentido en sus propios términos, al ser precisamente, la salud pública uno de los principales límites a dicha libertad individual en defensa del interés colectivo, especialmente y con claridad en el ámbito concreto de las vacunas. Y, en el caso de los menores, la Ley Básica de Autonomía del Paciente dedica el apartado 3, del artículo 9, a regular el consentimiento por representación, protegiendo la capacidad de decisión de los padres.
Pero habrá que empezar a considerar que la identificación del ‘interés superior del menor’ con la protección de su vida y su salud y con la consideración de las consecuencias futuras de toda decisión que le afecte, unida al carácter irreversible de los efectos de ciertas omisiones que puedan generar riesgos a su salud, podrán llevar, en mi opinión, a cuestionar
la relevancia de la voluntad expresada por los representantes legales del menor no maduro cuando su contenido entrañe objetivamente un riesgo grave.
Teniendo en cuenta el consenso científico acerca de que la vacunación supone un balance positivo en la comparación de riesgo beneficio para la salud, el ‘interés superior del menor’ puede respaldar
un principio de obligatoriedad de vacunación, por encima del voluntarismo actualmente existente, en cuyo seno, desde luego, podrán inscribirse aquellas excepciones perfectamente objetivadas que se considerasen pertinentes.
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