El pasado día 25 hizo 30 años que se promulgó una de las leyes más importantes del Derecho Sanitario y de nuestra democracia: la Ley General de Sanidad,
impulsada por el ministro socialista Ernest Lluch.
Esta ley, que seguía el modelo de
William Beveridge, permitió que la mayoría de los ciudadanos del Estado español pudieran
utilizar el sistema público de salud, y no solo aquellos que tributaban a través de la renta de su trabajo. Probablemente, contribuyó de manera decisiva a la reducción de las desigualdades sociales y consolidó el derecho a la salud como un elemento básico de justicia social
Desde esta promulgación, la Ley ha sufrido sucesivos cambios que
han consolidado un modelo de Sistema Nacional de Salud que hoy necesariamente requiere de un pacto por la sanidad desde el ámbito político, si tenemos en cuenta que la Ley se plasmó en 113 artículos, 10 disposiciones adicionales, cinco disposiciones transitorias, dos disposiciones derogatorias y 15 disposiciones finales: en total tiene 143 artículos, de los que 106 han perdido efectividad normativa.
No obstante, su importancia radicó en que esta Ley permitió dar una amplia cobertura legal y política a lo estipulado en el artículo 43 de la Constitución Española en cuanto al reconocimiento del derecho a la protección de la salud,
desterrándose todo planteamiento de tipo caritativo y, por el contrario, reconociéndose legalmente el derecho fundamental a la salud establecido en nuestra norma jurídica suprema.
A partir de este principio irrenunciable, la Ley General de Sanidad dio forma al Sistema Nacional de Salud, definido como
el conjunto de los servicios de salud de la Administración del Estado y de las comunidades autónomas “convenientemente coordinados”.
Además, la Ley General de Sanidad nació como un elemento fundamental en la búsqueda y consecución de la justicia social. Este objetivo, tan necesario en la construcción de nuestro Estado democrático durante los años de la transición, también sería una respuesta al mandato constitucional de protección de la salud como
un elemento básico del bienestar individual y la propia justicia social.
Los fines previstos en la Ley se consiguieron mediante el establecimiento de un Sistema de Salud de cobertura universal, público, de calidad, acceso gratuito y coordinado, y en donde surgen como valores fundamentales la equidad y la financiación solidaria basada en impuestos.
Y es en estos aspectos de equidad y solidaridad donde debemos detenernos para entender mejor la importancia de la Ley General de Sanidad. En su artículo 3, la Ley General de Sanidad nos explica que “la política de salud estará orientada a la superación de los desequilibrios territoriales y sociales”, y esta explicación no hace sino
trasladarnos al momento presente y a los diferentes desafíos que enfrenta el Sistema Nacional de Salud en la actualidad.
Hay que recordar también que, a partir de la Ley General de Sanidad, y como fruto de la culminación del traspaso de competencias en materia de sanidad del Estado a las comunidades autónomas en el año 2002,
se elabora en el año 2003 la Ley de Calidad y Cohesión del Sistema Nacional de Salud que dotó al Fondo de Cohesión Sanitaria de unas finalidades y un presupuesto que servirían para corregir desigualdades y asegurar la cohesión sanitaria.
Organización, coordinación, universalización, participación... Estos términos, acuñados en relación al Sistema Nacional de Salud, suenan hoy muy familiares, pero eran completamente nuevos hace treinta años. Llegaron con la Ley que era ciertamente una Ley organizadora, pero era y es una Ley que
superó la concepción hasta entonces imperante y nos ponía, y nosotros así en su día lo comprendimos, en el camino de la construcción del auténtico Derecho Sanitario. Tiene por objeto, así lo dice su artículo 1º, regular todas las acciones que permitan hacer efectivo el derecho a la protección a la salud y a la atención sanitaria de todos y definir y regular los derechos y deberes de todos respecto al bien salud, en la expresión del artículo 43 de nuestra Constitución, como decía inicialmente.
Y, aunque la mayoría de las disposiciones contenidas en la Ley General de Sanidad tenían carácter organizativo, se contenían en ella diversas previsiones relativas a la autonomía y derechos y obligaciones de los pacientes. Entre las que destacaban la voluntad de humanización de los servicios sanitarios. Así, mantenía el máximo respeto a la dignidad de la persona y a la libertad individual, de un lado, y, de otro, declaraba que la organización sanitaria
debe permitir garantizar la protección de la salud como un derecho inalienable de la población mediante la estructura del Sistema Nacional de Salud, que debe asegurarse en condiciones de escrupuloso respeto a la intimidad personal y a la libertad individual del usuario, garantizando la confidencialidad de la información relacionada con los servicios sanitarios que se prestan, y sin ningún tipo de discriminación.
Después fue el Convenio de Oviedo el que constituyó una iniciativa capital puesto que, a diferencia de las distintas declaraciones internacionales que lo precedieron, fue el primer instrumento internacional
con carácter jurídico vinculante para los países que lo suscribieron, residiendo su especial valía en el hecho de establecer un marco común para la protección de los derechos humanos y la dignidad humana en la aplicación de la Biología y la Medicina.
En él se trató explícitamente, con detenimiento y extensión, la necesidad de reconocer los derechos de los pacientes, entre los cuales se resalta el derecho a la información, el consentimiento informado y la intimidad de la información relativa a la salud de las personas, persiguiendo el alcance de una armonización de las legislaciones de los diversos países en estas materias; por lo que es absolutamente necesario su cita, como precedente obligado de
la Ley 41 /2002, reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, Ley que completó las previsiones contenidas en materia de derechos y obligaciones de los pacientes en la Ley General de Sanidad, adaptando dichas previsiones al Convenio del Consejo de Europa, para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina, así como a otras disposiciones legales posteriores a la Ley General de Sanidad, como es el caso de la Ley Orgánica de Protección de Datos de Carácter Personal entre otras muchas.
La Ley 41/2002 vino a plasmar el derecho a la protección de la salud, recogido en el artículo 43 de nuestra Constitución ya citado, en lo relativo a las cuestiones más estrechamente ligadas a la condición de sujetos de derechos de los usuarios de servicios sanitarios, y uno de los valores que, de forma sobresaliente, le otorga a los seres humanos el estatuto de la dignidad lo representa, sin lugar a dudas, la autonomía del paciente, entendida ésta como la capacidad de autogobierno que le permite, al paciente, elegir razonadamente en base a una apreciación personal sobre las posibilidades futuras, evaluadas y sustentadas en un sistema propio de valores.
En definitiva norma que ha sido principio y base esencial en materia de derechos y obligaciones de los pacientes, y que ha supuesto en su desarrollo posterior una nueva cultura ya perfectamente interiorizada tanto por los Médicos como por los Pacientes.
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