El
1 de marzo de 2020, hace hoy justo un año, ingresamos en Vithas al primer paciente confirmado de
covid-19. Fue en el
Hospital Vithas Madrid Arturo Soria, y visto con perspectiva, nos parece ahora un sombrío presagio de la
catástrofe sanitaria que se avecinaba y que se cebó especialmente en Madrid.
Faltaban dos semanas para que el Gobierno decretara el
primer Estado de Alarma sanitaria de nuestra historia, y hacía una de que en
Vithas habíamos constituido un
Comité Operativo de Seguimiento de la Epidemia, pues las orejas que el lobo vírico asomaba en Italia eran bien visibles desde España para quien quisiera verlas.
Después de nuestro particular
paciente cero vinieron más, muchos más. Por eso, cuando el mencionado decreto ordenó la
puesta a disposición de la sanidad privada al servicio de la pública, todos nos cruzábamos miradas entre asombradas e incrédulas. Pareciera que, entre líneas, el texto legal viniera a decir que en el sector nos dedicábamos a mirar desde la barrera la evolución de la pandemia, como si la cosa no fuera con nosotros, y que solo una intervención pública nos pondría a arrimar el hombro.
El
25 de marzo, cuando empezaban a llegar las derivaciones de pacientes de la sanidad pública mientras seguíamos atendiendo a un número creciente de pacientes propios, dirigí una carta abierta a nuestros profesionales en la que, entre otras cosas, advertía de que
esa colaboración supondría una sobrecarga de trabajo, pero que también “nos dará la oportunidad de demostrarle, a quienes hasta ahora no querían verlo, la excelencia profesional, la calidad humana y los recursos tecnológicos de la sanidad privada en general y de Vithas en particular. Veámoslo pues no como una carga añadida, sino como una inversión reputacional a largo plazo”.
Un año después, la sanidad privada ya no es lo que era a ojos de buena parte de la opinión pública.
La ciudadanía ha visto, incluso en primera persona en miles de casos en todo el país, que los profesionales del sector son tan médicos o enfermeros como los que más; que no nos dedicamos exclusivamente a problemas menores de salud; que nuestras UCI han sacado adelante a personas que estadísticamente no podrían superar la enfermedad; que estábamos profundamente comprometidos con la emergencia de país que es la pandemia; que nuestros profesionales derrochaban humanidad con los pacientes aislados y muertos de miedo en sus habitaciones… En definitiva, que
también eran, son, héroes de la pandemia. Todo un prodigio.
También es verdad que este reconocimiento público no ha logrado derribar del todo las
barreras ideológicas que aún hoy siguen guiando el proceder de nuestras Administraciones. Lo hemos visto en el proceso de
vacunación de los sanitarios en primera línea, que ha marginado a nuestros médicos, enfermeros, auxiliares o celadores en algunas comunidades autónomas como profesionales de segunda o tercera categoría. Pero no es menos cierto que gracias al compromiso y esfuerzo colectivo del sector,
conseguimos que la Estrategia Nacional de Vacunación no hiciera distingos entre sanidad pública y privada. Otro prodigio.
Y si salimos de la provisión sanitaria, ha sido la
industria farmacéutica, miembro igualmente del sector privado de la salud, la que ha conseguido contra todo pronóstico y con una ingente inversión de recursos y talento científico, desarrollar en menos de un año varias vacunas eficaces y seguras contra el
SARS-Cov-2, encendiendo así la luz que nos conduce al final de este túnel de los horrores que transitamos desde hace un año. Un prodigio más.
Espero que se me entienda:
ojalá nada de esto hubiera pasado, aun a costa de que la sanidad privada siguiera apareciendo hoy como el hermano menor y escasamente útil de la sanidad pública. Pero ha pasado, y me parece saludable no quedarnos en el lamento, sino extraer también las
lecciones positivas que ha dejado la pandemia en este largo, complejo y duro año. El año de los prodigios, después de todo.
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