Este retrato ya ha sido escrito muchas veces en los últimos años y nuevamente ahora, tras la detención del protagonista y su destitución como delegado del Gobierno en la Comunidad Valenciana. Seguro que no queda mucho por decir de quien tiene toda la pinta de ser uno de esos políticos a los que nos hemos acostumbrado a la fuerza:
los que son más conocidos por los escándalos protagonizados que por los servicios prestados. Él dice lo contrario, y lo dice públicamente, no sabemos si llega a tanto como a pensarlo de veras: “Después de toda mi vida al servicio de la sociedad…”, arranca en su comunicado de defensa. Que en realidad es decir al servicio de la sanidad, en lo que aquí interesa.
Serafín Castellano, al servicio de la sanidad valenciana. Insisto, queda poco por decir.
Sí es posible, y seguramente necesario, recordar que Castellano
fue consejero de Sanidad de la Comunidad Valenciana durante casi una legislatura, entre 2000 y 2003. Este cargo no fue luego nada más que otro peldaño en el irresistible ascenso de un político que gozó del favor de nada menos que cuatro presidentes autonómicos, cada uno de su madre y de su padre, con sus filias y sus fobias, y también su criterio. Y todos seguramente coincidieron en la capacidad de servicio de Castellano. Otra prueba más de que, en ocasiones,
la unanimidad puede ser terriblemente sospechosa.
Sus años de servicio no parecen haber dado para tejer la supuesta red internacional de mordidas en contratos públicos que se le atribuye como obra magna.
Más bien le han permitido vivir con modesta dignidad, en el piso de su padre, sufriendo para pagar dos hipotecas por un apartamento en Denia y un terreno rústico y conduciendo un coche con más de diez años, igual que esos a los que las pegatinas de la ITV tapan casi todo el parabrisas y quieren ser retirados de la circulación por la DGT. Sus hijas también conducen otro coche, aunque no sabemos si es seminuevo o clásico.
Sólo una nómina sostiene la vida de los Castellano, sin sociedades interpuestas ni cuentas en el extranjero. No parece aludir a nada de eso la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal de la Policía, que busca confirmar otros delitos: prevaricación, malversación y cohecho. Todos ellos han sido desmentidos “con rotundidad y contundencia” por el ya ex delegado del Gobierno, que ha asimilado de inmediato su nuevo papel de víctima “ante tanta calumnia y falsedad”.
Dejemos pues trabajar a los investigadores y, después, si procede, al juez que habrá de dictar sentencia. Y dejemos defenderse, faltaría más, al exconsejero Castellano, que tiene una ardua tarea por delante:
convencer no sólo al magistrado sino a la entera opinión pública de que su proceder al frente de altas responsabilidades administrativas, incluidas las de la Sanidad, ha sido cuando menos controvertido.
Porque Castellano no es conocido desde hace unos días, cuando protagonizó otra detención televisada más. Tampoco cuando cedió gentilmente su hombro
para que la alcaldesa Rita Barberá llorara su desastre electoral con un explícito “¡qué hostia, qué hostia!”. Ni siquiera unos años atrás, cuando comenzaron a aparecer las primeras informaciones sobre su participación en cacerías junto a empresarios adjudicatarios de contratos públicos. En realidad, si se escarba un poquito, muchos en Valencia, y no pocos en la Comunidad, intuían más cosas de Castellano que lo que decía su perfil público.
Pero nadie pareció tomar nota o, más bien, todo el mundo pareció tomar buena nota. Presidentes autonómicos como
Zaplana, Olivas, Camps y Fabra confiaron en la capacidad de servicio de Castellano. Hasta
Rajoy pareció dar el visto bueno al que parece el final de su carrera política: la Delegación del Gobierno en Valencia. Solo la
UDEF, en qué narices estarán pensando, parece haber pasado por alto la trayectoria de un servidor público con mayúscula. Que además, tuvimos suerte, sirvió a la sanidad.
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