Se ha muerto Pedro Capilla y la farmacia parece haberse detenido en seco. Como si, de pronto, cuarenta años de los de Franco hubieran pasado por nuestras retinas en un relámpago de percepción y síntesis.
Como si la vista atrás nos hubiera dado más vértigo que perspectiva. Como si el tiempo fuese, otra vez, esa cosa incierta que a veces nos impregna fatalmente y otras se nos resbala, imposible de retener. Como cualquier otro grande, no necesariamente de España,
Capilla iba a tener una muerte señalada porque un personaje de su altura, en nuestro pequeño y querido sector, no podía ocupar una sola necrológica.
Fue un presidente presidencialista que decía no ser presidencialista como un rasgo auténtico de su presidencia.
Esa ambivalencia la llevó gustosamente como bandera porque sabía de su misión universal: debía estar aquí y allí, en misa y repicando, con los farmacéuticos y con la Administración, con la industria y con la distribución, con temple y con colmillo. Y respondió a la exigencia de estar a la altura, en tantos y muy diversos frentes, con el convencimiento de que la negociación es siempre más útil que la ruptura.
Espectador privilegiado de la transformación de la profesión, que él mismo posibilitó, Capilla no rehuyó ningún combate, que en sus manos no eran sino juiciosos intercambios de impresiones. Por medirse,
miró de frente hasta al todopoderoso médico, ya no tan todo y menos aún poderoso. Y abordó esa obligada relación desde el respeto, pero también desde la certeza del que sabe que avanza y que es el contrario el que ladra. Lo que entonces, como por ejemplo la
atención farmacéutica, era una insidiosa quimera, hoy es una inobjetable realidad, que hasta el médico aplaude y anhela.
Hombre de largo recorrido,
detestaba el corto plazo en el que se mueven los políticos. Especialmente, en todo lo referido a los constantes intentos de la Administración por corregir al alza la contribución de la farmacia al Sistema Nacional de Salud. Fue ahí donde más se esmeró por luchar contra el prejuicio de muchos acerca de
una botica más comercial que asistencial. Y donde, sin quizá saberlo, condujo a la profesión a la antesala de su reto más formidable, hoy tan real como inalcanzado:
los servicios y su retribución.
Creyó a pies juntillas en la esencia del modelo de farmacia, y no se arredró ante el autor del embate:
ni comisarios irlandeses ni todo el aparato burocrático de Bruselas que se hubiese puesto en marcha hubieran podido con la animosidad de un farmacéutico convencido en el eje de su profesión. Porque la apertura de una farmacia, con toda su esencia e imaginería, no podía caer en manos ajenas,
producto de no se sabe qué instinto liberalizador, tan aparentemente justo como probablemente desviado.
“No me perpetuaré”, me dijo en una entrevista,
y ya por entonces se había perpetuado. No tenía rivales, vencida la fogosidad de
José Enrique Hours y desactivada la conexión valenciana, los únicos adversarios de entidad que pudieron en algún momento poner en duda una preponderancia a veces excesiva. Pero ni el pudor ni la vergüenza ajena le apartaron de su camino, el de un
presidencialismo sensato, conciliador y productivo. Un presidencialismo suave, ejercido sin miedo, que convenció a los afines y amansó a los ruidosos. Un ordeno y mando que no fue tal, muy al contrario que algunos de sus contemporáneos, porque
el convencimiento siempre es mejor que la depuración.
Capilla cierra varias páginas de la historia de la farmacia y
con él muere un tipo de liderazgo que casi seguro no volverá: el de un presidente de Consejo General fuerte, aposentado en la sede de Villanueva, 11, centro neurálgico de una profesión que ahora camina sin remedio hacia el paroxismo autonómico. Y el de un
romántico que encomendó su vida entera a la defensa de su profesión: no sólo porque quiso, sino también porque pudo.
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