Ana Mato Adrover (Madrid, 1959) es otra ministra de Sanidad sorprendente, como Leire, como Elena, como Celia. Otro argumento político, sin relación con el sector y sus protagonistas. Su nombramiento parece responder más a los equilibrios, cuotas y clanes de los partidos que a las necesidades de la sanidad. Pero esto no es la primera vez que pasa. Es más, ya nos estamos acostumbrando a que pase.
En su pensamiento sanitario destaca, más que nada, lo sociosanitario. Su aniversario en el despacho del viejo edificio del Paseo del Prado lo celebró prometiendo un espacio único para que el bienestar caiga sobre todos nosotros, en forma de sanidad y servicios sociales de calidad. Parece encontrarse bien hablando de asuntos y de igualdad. Mejor que en el fragor de las consultas, los hospitales y las batas blancas.
Seamos sinceros, Mato no tiene la culpa de este desatino. La sanidad, en política, hace años que perdió la partida. Y sus sucesivos representantes públicos no han hecho sino agrandar la derrota, hacerla más comprensible e inapelable. Quizá, la aportación más genuina de la actual ministra es su melancolía, que está llegando a todos los rincones del sistema. Esa tristeza ensimismada nos alcanza a todos y, de paso, nos anestesia. Así, en la discusión del momento, la de qué modelo sanitario necesita este país, no consta la opinión de la ministra. Desde luego, no parece suministrársela su equipo de Gabinete y Comunicación, incapaz de asesorar y conducir a la ministra hacia el necesario liderazgo del sistema.
Puede que en algunos errores muy sonados, como una desafortunada rueda de prensa que aún pulula por las redes, se encuentre el motivo de esta excesiva prudencia institucional. O quizá lo suyo es lo social, por su formación –licenciada en Sociología- y por su convicción –en política desde 1983, sino antes-. Sea como fuere, la sanidad, nuestro Ministerio, necesita más brío, más peso político, mayor autoridad política entre tanto alboroto regional.
Las circunstancias no la acompañan. La sanidad preocupa, los recortes soliviantan y frustran, el diálogo político apenas existe. Así es muy complicado prevalecer. Sí está demostrada su capacidad de aguante, a las reticencias de sindicatos, organizaciones profesionales, sociedades científicas, pacientes. Nadie ha elogiado por completo su gestión, quizá porque en las crisis no hay logros ni aplausos. Pero todos siguen aguardando el fruto de su reputada fiabilidad política –fue responsable de la campaña que llevó a Rajoy a La Moncloa-, y de que su discreción y pulcritud sirvan para que la sanidad no termine embarrancada en un conflicto sin fin.
Rodríguez Sendín
El presidente de la OMC, el gran pacificador de la corporación, otea el horizonte electoral, en busca de un rival, de una traición, de una revolución. Los presidentes provinciales son muy cambiantes: un día parecen conformes y reafirman liderazgos, otro trazan alianzas y cuentan votos despacio y con grandilocuencia, como los párvulos. El de la OMC es un cuerpo electoral reducido, inquietante, imprevisible. Nadie como Rodríguez Sendín lo sabe; pero eso no le garantiza la reelección.
La presidenta de Unespa lleva años buscando el milagro del ahorro individual y colectivo, de cara a una jubilación deficientemente cubierta. Y seguimos sin ahorrar. Lo suficiente. Pero sí ha conseguido otro milagro, el crecimiento del seguro de salud, en un entorno hostil, más propio para enconar los ánimos contra aseguradoras y clínicas que para pagar primas. Religiosamente. Será que queremos seguir sin jugar con la sanidad, ni la pública, ni la privada, y que, aún en las apreturas del momento, la asistencia sanitaria no se discute, aunque sea por partida doble (pública y privada).