El pasado jueves 21 de abril me enfrenté,
junto con otros 350 compañeros, al temido momento del que todo el mundo habla cuando comienzas a prepararte el examen del MIR. “Se pasa peor que el propio día del examen”;
“es como una batalla encarnizada por conseguir tu especialidad en un buen centro”; eran algunos de los comentarios que acostumbré a oír durante los largos siete meses que duró mi preparación. Yo, por mi parte, siempre me resistí a creerlo. Estaba
convencida de que el día 6 de febrero cuando salí del examen ya había pasado lo peor, que de ahí en adelante todo sería ocio y relax a la espera de conseguir un puesto en la especialidad que deseaba. Sin embargo, a día de hoy puedo afirmar que estaba muy equivocada.
Todavía me faltaban muchos nervios a los que enfrentarme y mucho camino por recorrer en mi búsqueda del hospital perfecto, el cual, todo sea dicho, me he dado cuenta de que no existe. De este modo, comenzó mi búsqueda incansable por varias ciudades y varios centros, interrogando a los residentes de turno con los que me topaba por el pasillo y de los cuales sólo tengo
palabras de agradecimiento porque nunca obtuve una mala cara (al año que viene predicaré con el ejemplo). Así los días iban pasando y mis dudas, lejos de solventarse, eran cada vez mayores.
Empecé a plantearme especialidades en las que nunca antes había pensado y a verme cada día como médico residente en una punta distinta del país. Y al fin, después de varias semanas, llegó el día de la elección.
Esa mañana me levanté con
un sentimiento agridulce: por un lado tenía ganas de tener la plaza en mis manos y comenzar así una nueva etapa de mi vida, pero por otro no podía evitar pensar que aún no me sentía preparada para tomar una decisión tan trascendente. Llegué al Ministerio de Sanidad a eso de las 8:15 de la mañana y estaba todo repleto de gente.
Podías encontrarte de todo: caras de alegría, preocupación, optimismo… Con la inercia de seguir a la marabunta, entré por una puerta trasera con una amiga y allí nos encontrábamos, después de tantos meses de estudio y nervios, en el fin de aquella etapa que tantos quebraderos de cabeza me había causado.
Nos fueron llamando por orden de número asignado y poco a poco fuimos entrando hasta completar el aforo del salón de actos en el que nuevamente fueron llamando por orden y se fueron asignando las plazas.
Cada persona que subía al estrado era una incertidumbre sobre si querría justamente la misma especialidad que yo y en la misma ciudad, pero cuando llegó mi turno me sentí al fin liberada, fuera de esa tormenta que ya no iba contigo porque tenía mi plaza y ya sólo quedaba la ilusión de conocer a los que serán mis compañeros de residencia durante los próximos años. Comenzar esta nueva etapa con la mochila cargada de planes que cumplir y esfuerzo que dedicar a la especialidad por la que tanto he luchado. Al final, por cierto,
elegí Ginecología en el Hospital Clínico San Carlos de Madrid.
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