Vaya por delante que no comparto las posturas de los animalistas que, desengañados por las limitaciones de la condición humana, hacen más ruido en la defensa de los animales que en la denuncia de situaciones de injusticia o desamparo que afectan a personas. Allá cada cual con las causas a las que quiera dedicar sus energías, faltaría más. Pero independientemente de cuál sea la postura de cada uno, el revuelo organizado por el sacrificio de Excálibur merece una reflexión sobre
el alcance de los medios sociales y el uso que hacemos de ellos.
El origen de la historia se encuentra en la difusión, por parte del marido de la sanitaria contagiada de ébola, de un vídeo en el que denuncia la intención de las autoridades de acabar con la vida del animal por seguridad. Paralelamente,
distribuye fotografías de la pareja con el perro a través de una plataforma animalista, cuyos miembros se plantan esa misma tarde en la puerta de su casa para presionar ante cualquier intento de actuación contra Excálibur.
En cuestión de minutos el celo con que se había preservado su identidad
salta por los aires: ya conocemos su nombre y su aspecto, y pronto aparecen en Twitter las primeras fotografías de los manifestantes en la puerta de su domicilio, que queda también inmediatamente localizado por la placa de la fachada con el nombre de la calle y el número. Con ello,
se pone en evidencia su entorno inmediato: vecinos, dueños de otros perros con los que puedan coincidir en el parque, personal que atendió a la afectada en el centro de salud, etc.
Las redes sociales y todas las tecnologías supuestamente gratuitas nos han acostumbrado a una
alegre e irreflexiva cesión de datos. Aceptamos como algo normal facilitar nuestra filiación, nos dejamos geolocalizar, identificamos nuestros gustos e intereses y vemos normal hacer públicos datos sin considerar las consecuencias sobre terceros.
En el caso que nos ocupa, el hecho de que la reacción del marido de la afectada agitando este avispero se haya producido a raíz de la situación del perro y
no por la de su esposa, la suya propia o la de su entorno más cercano invita, cuando menos, a una doble reflexión. Por un lado, cabe preguntarse si era tal su indefensión que lo del perro fue la gota que colmó el vaso tras un cúmulo de noticias adversas, escasas perspectivas y falta de claridad en la forma de abordar su situación. Por otro, no deja de llamar la atención que fuera la condena a Excálibur lo que justificó ante sus ojos una exposición pública
en la que se llevaba por delante a terceros, en principio ajenos a su situación -vecinos, compañeros, etc.-.
Reflexión aparte merecería el hecho de que el hashtag #SalvemosaExcalibur haya liderado la lista de
temas populares en Twitter durante más de 24 horas, que la página de Facebook con el mismo nombre sume más de 150.000 “me gusta” o que la iniciativa de
Change.org pidiendo su indulto superara las 75.000 firmas. Excálibur ha protagonizado una movilización social que no se produjo con tanta intensidad cuando se debatía la conveniencia de traer a España a los religiosos afectados, ni ante la propia evidencia de que teníamos en casa el primer caso de contagio en Europa de una enfermedad
cuyas consecuencias no podemos prever. Ni los sucesivos casos de corrupción política y económica, cada vez más chuscos e indignantes, despiertan tantas pasiones.
Privacidad anulada por los propios interesados, movilización sin equivalencias en otros órdenes de la actualidad, redes sociales monopolizadas por un asunto que no deja de ser accesorio en un conjunto mucho más preocupante… y
todo por un perro. Se sea animalista o no, no me negarán que al menos causa perplejidad.
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