Tres dosis de insulina rápida y una de retardada. El tratamiento de la diabetes se completa con "la inyección semanal",el nombre no viene al caso, y dos tipos diferentes de pastillas, además de dos medicamentos para la tensión, uno para el colesterol, varias para su enfermedad coronaria, la medicación anticoagulante y el antidepresivo.
La señora lleva años haciéndolo. Ella y miles como ella. Cada vez más pacientes saben lo que se juegan y lo hacen razonablemente bien. Gracias a estos tratamientos consiguen períodos prolongados de estabilidad en sus patologías crónicas sin descompensaciones.
Traigo el ejemplo a colación porque se trata de un tipo de paciente bastante habitual en mi actividad clínica desde hace treinta años. Pero, como
especialista en Endocrinología y Nutrición que es uno, llega el momento de darle el alta, una vez conseguida la estabilidad. De decir adiós a la paciente y poner
sus cuidados en manos del compañero de Atención Primaria. Y ahí viene el problema.
Problema que no es tal en Alemania o Dinamarca, por ejemplo. La fluidez entre niveles, la buena consideración entre profesionales y la organización del trabajo clínico de médicos/as y enfermeros/as en Atención Primaria permite seguir a estos pacientes y, caso de pequeñas descompensaciones, contactar rápidamente con los especialistas correspondientes para lograr que el mejor cuidado se dispense allá donde el paciente vive: en su barrio. Hay tiempo, personal, organización y, sobre todo, presupuestos para financiar razonablemente todo esto.
Pero no estamos en esa Europa. Estamos en otra, de realidades diferentes. Y aquí queremos rizar el rizo de lo imposible, y pretender que estamos en primera división. Que es, por ejemplo, que yo le dé el alta a mi paciente lo antes posible, muchos otros esperan en la puerta , para que sea atendida en la realidad de nuestra Atención Primaria.
Visitas de cinco a seis minutos, no más. Tiempo ridículo, compartido con todos los procedimientos informáticos de cita, receta, que son muchas, las recetas, y prescripción de analítica. Con programas diseñados para controlar la actividad, no para facilitártela. Repletos de clics y de pantallas emergentes.
Y a todo esto, la buena señora desesperada de cuándo la va a escuchar una doctora a la que no conoce de nada, la titular se ha jubilado, y tiene una nueva cada quince días. En un artículo reciente, un protagonista a su pesar lo resumía así:
“tener tantas consultas es hasta peligroso, no reaccionas igual. Eres peligroso, te puedes equivocar en los diagnósticos".
Covid-19: de un sistema agotado al colapso
Sin embargo, este panorama tan alentador no es nuevo. Ha venido siendo el pan nuestro de cada día durante décadas, gobernasen socialdemócratas o conservadores…
Y en esto, apareció el coronavirus. Entonces, un sistema agotado y desmoralizado entró directamente en colapso. Y razones no faltaban. A los pacientes y a los profesionales. A los primeros, por déficits de asistencia, entre las demoras, las limitaciones de lo telefónico y las bajas del personal contagiado por la pandemia. Y a los segundos, por la pandemia misma, la sobrecarga de trabajo debida a las bajas de los compañeros y, aspecto no menor, el clima de hostilidad generado por una parte pequeña, pero significativa, de la ciudadanía que, de un modo u otro, los venía a responsabilizar de la debacle.
Cada día, muchos profesionales sobrepasados física y emocionalmente optan por rendirse a la evidencia: nadie con poder oirá sus voces ni les prestará la menor ayuda
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Los efectos del colapso no pueden despacharse con un comentario cínico.
Cada día, muchos profesionales sobrepasados física y emocionalmente optan por rendirse a la evidencia: nadie con poder oirá sus voces ni les prestará la menor ayuda. La única escapatoria es la jubilación anticipada con merma económica o la búsqueda de una invalidez. En el otro lado del espectro de edad, los jóvenes se percatan de que esto no va a cambiar nunca gobiernen los tirios o los troyanos, y optan por la emigración, por cambiar de especialidad o simplemente de profesión.
Punto crítico, pues. Hacer algo es lo contrario de no hacerlo.
De continuar con la inercia, el punto justo donde estamos, permitimos la agonía de la Atención Primaria y dejamos atrás a millones de ciudadanos. A la chita callando, de un modo cobarde, venimos a proclamar: "no hay futuro, oiga; búsquense algo", siendo ese algo el aseguramiento privado.
Apuntar una solución excede el objetivo de este artículo y la capacidad del que lo escribe. Si el eje y articulador de la atención sanitaria al ciudadano es el primer nivel, este debe ponerse en valor y prestigio. Y, para ello, nada mejor que permitirle hacer sus funciones con dignidad. Para dicho objetivo,
los sectores implicados tendrán forzosamente que renegociar presupuestos, contenidos y personal sobre una base realista, y el ojo puesto en la crisis de recursos humanos en la que estamos inmersos.
Ya no se trata de alardear con cifras de atención, sino de evaluar el significado real de las cifras, y ver en qué medida se adecúan a las necesidades reales de la ciudadanía, que son muy diferentes de un barrio al otro.
Colectivos de especial fragilidad o necesidades singulares, crónicos de diversa índole, mayores, dependientes y tributarios de cuidados paliativos deben ser representados y oídos articulando nuevos esquemas de atención que huyan del paternalismo buenista y que, por el contrario, afronten debidamente las carencias.
El gobernante se encuentra, pues, ante el brete de mantener Atención Primaria como un infierno profesional o, por el contrario, hacer de él un lugar ilusionante. Y, realmente, no es imposible. Solo hay que querer gobernar (bien).
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