Las posibilidades del ingeniero en el sector sanitario
se antojan infinitas por la sencilla razón de que caminan parejas a otro proceso ilimitado: el progreso científico. Aun así, llama la atención el anuncio de
la ingeniería biomédica como la responsable de una revolución sin precedentes en el escaso plazo de un lustro, como aventura, sin duda con criterio fundamentado, el secretario general de la Asociación Española de Ingeniería Sanitaria (AEIH), Javier Guijarro, en una entrevista recogida en el
último número de Publicación de Ingeniería Sanitaria, periódico especializado que edita Sanitaria 2000.
No está solo en sus predicciones. De aquí a esa fecha, el proyecto de la Unión Europea bautizado como Horizonte 2020 se ha propuesto recoger los frutos
de un gran número de investigaciones procedentes de los diversos Estados miembros y relacionadas de forma directa con
el trabajo creador y ejecutor del ingeniero y del sanitario.
Así sucede, por poner un solo ejemplo, con el programa Simbiosys (acrónimo del inglés que significa simulación, imagen y diseño de sistemas biomédicos), que lidera un científico español –de formación ingeniero informático–,
Miguel Ángel González Ballester, en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
Su equipo trabaja para
perfeccionar los implantes cocleares, prótesis que se colocan en el oído dañado y que recuperan el sentido a partir de dispositivos de funcionamiento electrónico. Aunque existen desde los años 80 del pasado siglo, ahora
González Ballester encabeza un proyecto que mejora su calidad y estrecha la distancia entre la naturaleza y el implante que la imita. Al fin y al cabo, se trata de
un primer paso hacia el cíborg o ser humano provisto de órganos artificiales que reemplazan a los biológicos,
una fantasía científica que adquiere visos de relativa realidad en el futuro inmediato.
Los ingenieros que trabajan en proyectos de estas características a menudo se observan desde la distancia en el entorno de la Medicina, o al menos en el de su ejercicio. Sucede lo propio con lo que los médicos llaman
la investigación básica, que no es sino el laboratorio puro y duro.
Pero mientras el fisiólogo a menudo dispone de sus medios en los propios centros hospitalarios, el bioingeniero trabaja, por lo general,
en departamentos universitarios adscritos a los centros asistenciales o
en instituciones especializadas.
Tal vez se debería pensar en
reclutar a más ingenieros en las plantillas de los hospitales públicos y, ante todo, dotarles de medios y de financiación para sus proyectos más allá de las competencias de las universidades, institutos de investigación y programas comunitarios de la Unión Europea. No estaría de más que se los acercase a la realidad del enfermo para que ideen, planifiquen y construyan a partir de la observación directa y no solo de los prototipos teóricos.
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