El Sistema Nacional de Salud comienza el año pendiente de una enfermedad discreta, olvidada para muchos, que de repente ha tomado un inusitado protagonismo y
ha desencadenado una controversia social y política que a buen seguro traerá consecuencias. Durante años, la hepatitis C ha sido una patología crónica, cuyos síntomas tardan en aparecer. Desde 1990, los casos diagnosticados han sufrido un drástico descenso, aunque su gravedad ha evolucionado en sentido contrario.
La aparición de potentes antivirales, capaces de curar la enfermedad, ha revolucionado el tratamiento clínico y los pacientes no quieren seguir por más tiempo en un segundo plano y se han lanzado a una comprensible aunque cuestionable espiral reivindicativa, de indisimulado corte político.
Todos quieren recibir el tratamiento, cuanto antes mejor. No parece importar tanto qué tipo de combinación farmacológica es la adecuada para cada caso como que se asegure por todos los medios que todos los enfermos de hepatitis C puedan acceder a esos medicamentos, tan revolucionarios como caros. El colectivo cuenta con el ánimo y el apoyo de los profesionales, que han validado la eficacia de estos nuevos tratamientos y cuya recomendación general es clara: cuantos más pacientes seamos capaces de tratar, más posibilidades de cura habrá y, a la larga, generaremos un indudable ahorro a las arcas del sistema.
Ante la presión exhibida en las últimas semanas, algunas autonomías se han apresurado, a través de sus mismísimos presidentes incluso, a aclarar que
en sus servicios de salud no se negará el tratamiento a nadie, y que todo enfermo de hepatitis C tendrá una respuesta asistencial acorde con su situación clínica. Esto está muy bien, pero la cuestión clave es saber cuándo la recibirán.
En esta situación,
el malo de la película, otra vez más, parece que vuelve a ser el Ministerio de Sanidad. Primero por supuestamente haber ralentizado la aprobación de los diferentes fármacos disponibles, pese a que ha aprobado tres en los últimos meses. Después, por haber fijado un número inicial de pacientes para recibir tratamiento que se quedó muy por debajo de las expectativas de la comunidad de pacientes y de los propios clínicos.
Sabedor de que se encontraba ante su primera gestión de indudable magnitud, el nuevo ministro
Alfonso Alonso ha reaccionado con toda la rapidez que le han permitido las fechas navideñas y la sucesión de acontecimientos, y ha venido anunciando pequeños pero importantes pasos para que el abordaje político de la hepatitis C se realice con todo el rigor en la determinación de prioridades clínicas, así como en las necesidades de financiación.
La constitución de un comité científico para abordar el problema es una sabia decisión, que seguramente se adopta a raíz del óptimo funcionamiento del órgano similar creado para combatir el primer contagio de ébola en Europa. Mejor que sigan hablando los clínicos, habrá pensado con tino el ministro Alonso, y en hepatitis C,
casi nadie mejor que Joan Rodés, toda una autoridad en la materia, familiarizado con otras responsabilidades ministeriales, para emprender y personificar esta fundamental tarea.
Con todo, algunos parecen haberle hincado el diente político al asunto y no están dispuestos a dejar de rentabilizarlo. En sus soflamas, no sólo arremeten contra el Ministerio sino también contra los laboratorios innovadores, autores y propietarios de los indudables avances científicos que, concretados en fármacos, pueden salvar miles y miles de vidas.
Es preciso volver a recordarles que el precio de estos medicamentos, cuyo impacto final sigue siendo negociado con Sanidad, no es producto de ningún capricho capitalista sino consecuencia lógica de años de inversiones en costosas investigaciones asumidas en solitario por estas compañías. Si les negamos el lógico retorno económico a sus inversiones, estaremos poniendo en peligro no sólo la curación de los enfermos de hepatitis C sino de otros muchos con muy diferentes patologías, que aguardan a las buenas nuevas que vaya deparando la actividad investigadora.
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