Opinión

Condenados por 'Salvados'


EDITORIAL

09 abril 2013. 18.28H
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La industria farmacéutica, y muy particularmente la innovadora, ha sido víctima una vez más de una costumbre periodística un tanto desigual pero cada vez más recurrente: la crítica teledirigida, con un principio y sobre todo con un fin, enunciada con la mayor de las simplezas para conseguir el más bajo de los propósitos: la descalificación sistemática y, a ser posible, el escarnio.

Lo de Salvados, el programa de La Sexta que recoge semana tras semana muy notables datos de audiencia, es la trampa convertida en virtud, para regocijo de los gerifaltes de cadena de tv. Engullidos ahora por el batiburrillo ideológico en el que se ha convertido el Grupo Planeta, recogen el pingüe beneficio –según se aprecia en la larga lista de empresas colaboradoras que aparecen al final de los títulos de crédito- que niegan a las actividades humanas que consideran sospechosas. Y en su particular e implacable lenguaje, fabricar y comercializar fármacos lo es.

El tramposo mayor, claro está, es Jordi Évole, un spin-off de Andreu Buenafuente, hecho a imagen y semejanza que su maestro, aunque más tosco en el ademán y menos ingenioso en el diálogo. Poco importa porque su objetivo original lo consigue, que es de lo que se trata. Y en el último ejemplo, no importaba tanto el arrojar algo de luz sobre el título del reportaje (¿estamos de verdad los españoles sobremedicados?) como el atizar de lo lindo a la industria farmacéutica, ya fuera por tierra (profesionales), mar (la Administración) o aire (los propios laboratorios).

Para conseguirlo, nada mejor que un cuidadoso casting para localizar a entrevistados que confirmen punto por punto cada uno de los lugares comunes pretendidamente incuestionables. El listado resulta tan perversamente calculado como nada representativo de la profesión médica, ni del sector sanitario. Si lo que se precisa son médicos autocríticos, capaces de convertir a la profesión en una pantomima (“recetar es fácil”, “son las presiones comerciales las que marcan elegir uno u otro medicamento”) presentan (nunca mejor dicho) a un tal Enrique Gavilán, egregia figura de la Medicina Familiar. Si hace falta un especialista intrépido, una suerte de Emile Zola que lance su dedo acusador a la financiación selectiva, a la formación continuada y a las sociedades científicas, recuperan a Juan-Ramón Laporte, director del Instituto Catalán de Farmacología, que sigue como de costumbre, fiero en sus proclamas, inquisidor en sus maneras. Para muchos nada más que un talibán recalcitrante. Gavilán y Laporte, Laporte y Gavilán: se cree el ladrón que todos son de su condición.

El retrato que esbozan estas dos voces autorizadas (por Évole) habla tan mal y con tantas inexactitudes de la profesión médica que cabría preguntarse por la reacción de las instituciones sanitarias, especialmente de los colegios de médicos, que deberían perseguir o al menos criticar este tipo de posicionamientos que tanto daño hacen a los médicos. Ni que decir tiene que las aportaciones de Gavilán y Laporte para entender mejor al médico son sencillamente prescindibles. Además de inapropiadas.

El programa también encuentra a una visitadora resentida y despechada y a un ex alto cargo de la Administración (Ildefonso Hernández) para arrojar más reproches a los malísimos laboratorios que solo encuentran, muy al final, una solitaria defensa de la mano del dircom de Farmaindustria. Aquí es donde Évole se crece, insiste y precisa, sin demasiados datos pero con titulares muy elegidos, para que luego, a ser posible, sean convenientemente retuiteados. La fórmula no es nueva, desde luego, pero lleva el gozo al corazón de los resentidos o de los que tienen opiniones tan firmes como sus prejuicios: imposibles de modificar.

A estas alturas, para muchos televidentes satisfechos con el festín de carnaza, no importa la verdadera fisonomía y el alcance real de un sector que, por encima de otras muchas consideraciones, ha contribuido a los resultados en salud de nuestro sistema sanitario, al avance de la economía española y al bienestar de la sociedad en su conjunto. Tampoco importan las cifras de empleo creadas, la investigación y el desarrollo posibilitados gracias a estrategias que no son flor de un día sino concienzudas apuestas de décadas y décadas. ¿Pueden ser hijos de Satanás las empresas que llevan apostando incondicionalmente por una estrategia de crecimiento apoyada en las antípodas del modelo que nos ha sumido en la actual crisis? A juzgar por el afán de algunos, sí lo son.

Aunque, en el fondo, ese propósito tan elemental no sea más que la obediente contribución de un programa al perfil escorado y previsible de una televisión que nunca quiso destacarse por aspirar a cierta independencia de criterio y a una ecuánime orientación de sus televidentes.       

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