Que
el progreso, en general y en particular el de la sanidad, depende de la investigación es un tópico, por lo que tiene de perogrullada. Pero también es un
mantra, locución, aforismo o simplemente sonorización de algo motivado por una expectativa anhelada que, a modo de sortilegio y mediante su mera enunciación, propiciará su existencia real.
Así pues, se dice habitualmente que cuantos más recursos se destinen a la investigación en un determinado país, más adelantos disfrutará su ciudadanía. Simplificación que nos permite,
mediante comparaciones elementales de la proporción del PIB dedicada a la investigación y de alguno de los indicadores internacionales de desarrollo humano, deducir que más investigación equivale a más progreso, constatación que nos lleva a reivindicar mayores inversiones en ella.
Sin poner en duda el valor orientativo de este planteamiento,
tal vez sí pueda resultar útil complementar la argumentación añadiendo consideraciones sobre la calidad de las investigaciones que se llevan a cabo tanto en el ámbito básico como en el clínico aplicado. Calidad que puede tener que ver con la pertinencia de los proyectos, con la idoneidad de los procedimientos o con la utilidad de los resultados, a corto, a medio y a largo plazo, claro.
Ya hace tiempo que
el despilfarro potencial asociado a la investigación merece atención por parte de inversores, administraciones y hasta investigadores. Asunto al que el grupo de trabajo sobre ética de SESPAS y la Fundación Grífols dedicaron uno de sus encuentros anuales.
"La mala investigación dilapida una buena cantidad de recursos económicos, que se calcula entre 730 millones y casi ocho mil millones de libras esterlinas"
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Un problema que no se agota en el desarrollo de proyectos que, debido a su poca originalidad, difícilmente aportaran un incremento relevante del conocimiento ni innovaciones prácticas. Porque no son infrecuentes las investigaciones publicadas cuyo diseño está particularmente expuesto a sesgos, como destaca el reciente artículo de Stefanie Pirosca (de la Universidad de Aberdeen) y colaboradores, sobre
el escándalo que supone tolerar la mala investigación sanitaria.
Se trata de una selección de los artículos revisados entre mayo de 2020 y abril de 2021. Los datos analizados corresponden a 1659 proyectos de 84 países, que fueron valorados por 546 revisores de 49 Grupos de Revisión Clínicos de la Colaboración Cochrane. Destaca el artículo, que de los 1640 ensayos que proporcionaron información sobre el riesgo de sesgo, 1013 --es decir dos terceras partes--
estaban expuestos a riesgo elevado de sesgo y solo en 133 casos -- un 8%-- el riesgo de sesgo era bajo. No queda destacada –en particular-- ninguna área clínica y ningún país quedaba exento. De los 29 proyectos españoles incluidos 27 eran, según ese criterio, malos.
En el mejor de los casos
, la mala investigación dilapida una buena cantidad de recursos económicos que los autores de esta revisión calculan entre 730 millones y casi ocho mil millones de libras esterlinas ( 850 a 9.500 millones de euros) y que no compensa la implicación de centenares de miles de sujetos de experimentación (220.000 de ellos enrolados en malos proyectos) y que, además, puede dar lugar a decisiones precipitadas o erróneas, con el correspondiente riesgo de generación de iatrogenia.
El reto pues
no es simplemente aumentar las inversiones en investigación sino hacerlo bien. Como en tantos otros ámbitos de la vida, incluyendo la prevención de las enfermedades y/o la protección y la promoción de la salud comunitaria.
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