Lo recuerdo perfectamente. 22 de agosto de 2008. Hacía tres semanas que me habían admitido en
Medicina, en uno de los últimos cortes, y aquella tarde había quedado con una de mis
futuras compañeras, Lucía, y digo Lucía por poner un nombre al azar, uno medianamente común que no comprometa la intimidad de la susodicha. Lucía había entrado en junio, por supuesto. Se trataba de una de esas chicas de colegio reputado y antiguo, que se había hecho con una media lo suficientemente decente como para acceder a la titulación. Cuando la vi, entendí al momento que
no teníamos nada en común, ni en la apariencia física ni en la forma de tomarnos la vida. Cada dos por tres, ella bajaba la mirada hacia su móvil y tecleaba furiosamente, absorta en una vida social de la que yo, para qué mentir, siempre carecí. Se marchó del bar un par de horas antes, pues había quedado con su pandilla para salir de fiesta, y yo me quedé ahí, sintiéndome bastante idiota, aunque reflexiva tras las pocas palabras que habíamos intercambiado.
Nuestra fugaz conversación giró básicamente en torno a por qué habíamos decidido estudiar Medicina. Yo lo había tenido claro desde hacía unos cuantos años —deseaba una profesión altruista y centrada en la salud porque me parecía un campo muy amplio de conocimientos que se actualiza y cambia continuamente—. Aunque me siento segura con la rutina, no deseaba estancarme en algo monótono, y la Medicina ofrecía ese punto intermedio entre lo cambiante y lo estable. Por otro lado, me atraía lo artístico, la
fusión entre lo científico y lo emocional, tan necesario hoy día. Me dediqué a explicárselo a mi interlocutora aunque, para qué mentir, la chica no parecía particularmente interesada y le prestó más atención a sus actualizaciones de Tuenti que a mis palabras.
Cuando, desesperada por arrancarle un poquito más de verborrea, le pregunté por los motivos que le habían llevado a ella a ingresar en la carrera, su respuesta fue escueta:
—Me encanta
Anatomía de Grey. Desde que me enganché a esa serie supe que quería ser médico. Antes veía
Hospital Central y ya me llamó la atención. Pero
Anatomía de Grey fue la guinda.
—Nunca he visto
Anatomía de Grey —confesé.
—¿Que QUÉ? —sus ojos se abrieron de par en par. La tía no fingía su incredulidad. La sentía de verdad—. Pero verás
House, ¿no?
—No.
—¿Ni
Scrubs?
–Tampoco.
—¿Ni
Urgencias?
—No veo ninguna serie de médicos —me apresuré a aclarar—. De hecho, las series me aburren.
—¿Y
cómo sabes entonces que te gusta la Medicina?
Ignoro qué le respondí. No me acuerdo. Pero su aseveración me dejó absolutamente marcada. Esa joven no quería estudiar Medicina por ningún motivo que le naciera de dentro. Deseaba hacerlo porque una serie televisiva le había empujado a ello. Algo ficticio. Similar a decir que te apetece formarte en un internado porque eres fan de Harry Potter. Me quedé tan patidifusa que lo primero que hice al llegar a casa fue verme unos cuantos capítulos de dicha serie, que básicamente se resumía en hombres de buen ver, situaciones de vida o muerte tintadas de un dramatismo que ya quisieran muchas telenovelas, y mucho, mucho sexo.
Pude entender que tuviera su público, pues ciertamente gozaba de sus debidos culebrones y tramas capaces de enganchar, pero se me seguía haciendo casi esperpéntico que una persona hubiera definido su vocación en base a algo que era sencillamente eso: mero entretenimiento.
Conforme empecé a estudiar Medicina y comencé a socializar con otros integrantes del gremio, advertí que dicho fenómeno era generalizado, aunque la mayoría, para alivio mío, sí que contaban con ideas más sólidas, tales como la del amor por la ciencia o el afán de ayudar a los necesitados. Sin embargo, con el paso de los años,
he podido observar cómo la balanza se inclina más y más hacia perfiles de la talla de Lucía, gente que se crea una imagen idealizada de la Medicina, una imagen caricaturesca, una imagen que poco tiene que ver con lo que esta profesión comprende realmente. Y, ojo, no niego que en Medicina se salven vidas, y que
muchas veces te sientes más superhéroe que persona. Pero cabe tener en cuenta que ser médico es un trabajo y que, como tal, vas al hospital a responsabilizarte de la salud del prójimo, a sabiendas de que cualquier error puede costarle muy caro al paciente, y no a tontear con tu atractivo jefe, ni mucho menos a acostarte con tu compañero en mitad de una guardia en la que la puerta de Urgencias está absolutamente colapsada. Es perentorio empezar a vender la Medicina como lo que realmente es —sin ornamentos, sin actores ni temporadas— sino como un trabajo bello
per se, un trabajo que no precisa atraer a los suyos mediante series de ficción, sino con su auténtica y verdadera esencia: la de volcarse en los demás.
La cosa va aún más lejos en ciertas familias. Puedo evocar a uno de mis mejores amigos —un chico altamente competitivo, hijo menor de un linaje de médicos exitosos pero que, por desgracia, concebían el pensamiento de que sólo puedes triunfar en la vida si estudias Medicina—. El hermano mayor de mi amigo acababa de realizar el examen MIR, escogiendo una especialidad de lo más reputada, una de esas a las que sólo puedes aspirar si eres de los cien primeros. Mi amigo se sentía totalmente ninguneado, y yo lo sabía.
Me confesó que soñaba con estudiar Derecho para dedicarse a la notaría, pero que dudaba de que dicha decisión fuera la correcta.
Obtuvo una nota astronómica en su Selectividad, por supuesto. Un poco más, y sale en los periódicos. Me alegré enormemente por él, pues había presenciado directamente un esfuerzo que le costó sudor y lágrimas. Acudí rápidamente a su casa a felicitarlo, y lo pillé hablando telefónicamente con su abuela. Aparentemente, ella le preguntaba qué carrera pensaba escoger con semejante calificación.
—Aún no lo sé... —vacilaba él, visiblemente consternado—. Ya sabes que me gusta Derecho…
—Ya, pero tienes que aprovechar la nota —replicó la buena mujer a través del auricular, en voz tan alta que yo misma pude escucharla—. Hazme caso.
Aprovecha la nota, aprovecha la nota.
Aprovecha la nota, que es muy difícil entrar en Medicina y tú puedes.
Aprovecha la nota, que si no estudias Medicina vas a ser el perdedor de la familia.
Aprovecha la nota, que con el MIR tendrás 4-5 años garantizados de trabajo y en las otras titulaciones hay mucho paro.
Aprovecha la nota, aunque la Medicina no te guste. Aunque seas hipocondriaco. Aunque tus sueños sean otros.
Es terrible. La demanda por estudiar Medicina va
in crescendo, y estos son sólo pequeños ejemplos de lo que yo llamo una 'vocación' entre comillas. Medicina es una carrera que te absorbe. Es una profesión que condiciona el resto de tu vida con una fuerza incapaz de comprenderse si no perteneces al mundillo. No es que te tenga que gustar, es que te tiene que encantar. Es que tienes que sentir la llamada desde dentro, y no a través de una pantalla o de la presión familiar o social.
De lo contrario, acabaremos sustituyendo a esos médicos afables, desinteresados y comprometidos con la salud de sus pacientes por seres amargados, decepcionados e irritables. ¿Queréis algo así en hospitales y consultas? Porque yo, desde luego, no.
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