Una mujer de 50 años con obesidad mórbida, llamémosla Pilar, se desploma. Lo hace tras permanecer tres días encamada en casa, bebiendo más de tres litros de agua cada 12 horas para combatir el calor sin apenas comer y tratando de cumplir con la pauta de antibióticos para un absceso en el costado que le descubrió hace una semana su médico de cabecera. Dicho facultativo no emitió informe alguno sobre su historial, entre otras razones porque la señora no había sido revisada jamás por un especialista y no había acudido, de hecho, a hospital alguno desde que dio a luz hace ahora veinte años.
Este ejemplo –tomado con literalidad de un caso reciente– obedece al extremo contrario de lo que persigue el llamado ‘internet de las cosas’ (abreviado por las siglas IOT, del inglés
internet of things). “¿Y eso qué es?”, se preguntará alguno. Para el director de la Unidad de Innovación del Clínico San Carlos de Madrid, Julio Mayol, estamos ante “la capacidad de disponer de toda clase de sensores, aparatos y sitios en el propio hogar, y, por supuesto, en los hospitales y sistemas sanitarios, que capturan, recogen y almacenan información biomédica y la remiten a una nube para que, luego, se procese e interprete”.
Varios agentes de los servicios de emergencias, ninguno médico, valoran qué hacer con Pilar en su propia habitación ante la mirada atónita de su marido, quien no ha sabido siquiera ofrecer al equipo médico el peso exacto de su esposa, pues hacía años que no lo controlaba. Tampoco satisface la petición de los sanitarios de que les preste un tensiómetro y un glucómetro aunque sean rudimentarios, pues el matrimonio ignoraba que ella padeciera diabetes o hipertensión arterial y nadie le había advertido de tales males hasta la fecha.
Además de no ser ficticio, casos como el de Pilar no son ni mucho menos infrecuentes. De prosperar el IOT en un futuro no muy lejano y extenderse su uso entre la población como lo ha hecho algo tan familiar como el teléfono móvil, resulta más que probable que el escenario descrito no se hubiese dado.
Como desenlace de la historia, tres médicos se sumaron al improvisado despliegue en el espacio más íntimo de la paciente; le tomaron el pulso, le midieron la glucemia (que había subido a más de 500 miligramos por mililitro de sangre, cuando el valor normal no pasa de 120) y le pusieron de inmediato una inyección de insulina que la compensara. Tras comprobar ‘in situ’ la masa corporal precisa de la enferma, dieron por válida la camilla de que disponían para su traslado urgente al hospital, donde fue ingresada en la unidad de cuidados intensivos.
El futurible del suceso supondría que la propia Pilar habría acudido hace tiempo a su centro de salud y a su hospital para que la examinara un médico endocrino que llevara su caso junto con su colega de Atención Primaria. Tras el diagnóstico de un sobrepeso mayúsculo más la diabetes y tensión elevada que lleva consigo, habrían programado una estrategia quirúrgica para reducir su figura a toda costa. Entre medias de tales actos sanitarios, ambos habrían pedido a Pilar su consentimiento para monitorizarla por medio de dispositivos adheridos a su cuerpo, los llamados wearables, que sintonizarían en tiempo real con internet y enviarían una ingente cantidad de información a una nube virtual a la que tendrían acceso sus dos médicos de confianza.
En los años siguientes, Pilar no habría dejado de inyectarse la cantidad milimétrica de insulina que su cuerpo le reclamaba cada día; o puede que ni siquiera tuviera que estar pendiente de tal cosa: una wereable adherida a su piel y conectada a su móvil ‘avisaría’ con tecnología bluetooth a la bomba que portaría en su pecho, la cual enviaría por vía intravenosa la cantidad precisa de la hormona.
Por aventurado que parezca, otro aparato captaría las veces que ha acudido a hacer sus necesidades fisiológicas y cruzaría esa información con el promedio de ingesta diaria de líquidos y alimento de tal modo que recomendaría, con una nota de voz, hacer ejercicio para restablecer el equilibrio metabólico. Y todo ello gracias a fórmulas matemáticas conocidas como algoritmos integrados en el microchip que porta cada dispositivo.
En el entorno de los hospitales
Tanto Mayol como otro de los gurús españoles de la sanidad digitalizada, el director de Recursos Humanos del Hospital de Fuenlabrada de Madrid, Miguel Ángel Máñez, coinciden en que las aplicaciones del IOT en la sanidad trascienden los niveles asistenciales tradicionales; incluyen, por ejemplo, el ingreso domiciliario e incluso se cuelan en la vida cotidiana del paciente. Con todo, ¿cómo sería el trabajo rutinario en un hospital clásico de agudos si prospera a corto plazo el IOT?
En realidad, ya “hay mil ejemplos en ellos del ‘internet de las cosas’: desde monitorización a distancia a wereables que avisan ante cualquier cambio o caída; de hecho, muchos de los dispositivos que ya empiezan a verse en los hospitales son una aplicación del IOT”, asegura antes de matizar que “para un desarrollo coherente resultan necesarios tres elementos: conectividad, interoperabilidad (los equipos hospitalarios y las aplicaciones han de ser compatibles) e integración en los procesos y en la historia electrónica”. En su opinión, “no nos podemos permitir mantener islas tecnológicas conectadas solo con su propio servidor”.
Para Mayol, los parámetros que aportan los historiales clínicos elaborados por los especialistas, los datos de laboratorio tomados en el centro o los resultados de las pruebas de imagen o de otro tipo son información disponible en los hospitales españoles desde hace mucho tiempo que no difiere de la que aportaría el IOT aplicado a ese entorno.
Según este directivo, el problema reside en qué hacer con todo ese volumen de parámetros añadido que supondría el IOT y que –insiste– rebasaría toda frontera asistencial y habría de interpretarse en función de su contexto. “Si tienes a toda la población de Madrid enviando información a una nube –razona–, carecería de utilidad sanitaria, al menos en su vertiente asistencial”. “En todo caso serviría para medir hábitos, comportamientos y asociaciones entre potenciales enfermedades y patrones cruzándolos, a su vez, con otras muchas variables epidemiológicas”, argumenta.
Una idea a la que se suma Máñez, para quien “los datos, realmente, deben estar recogidos en la historia clínica electrónica, ya que recogerlos sin control no sirve para mucho; a medio plazo, sin embargo, la recopilación ingente de información puede servir para aspectos de planificación o de salud pública, comparando los resultados obtenidos con las encuestas de salud”.
“Para llegar a ello –concluye– los datos generados por las wereables y las apps tienen que ser compatibles y fáciles de obtener, aunque aquí podríamos tropezar con aspectos de confidencialidad”.
el caso más exitoso
Uno de los wearables que cumple con los requisitos del ‘internet de la cosas’ con aplicaciones en salud y que disfruta de gran éxito comercial en todo el mundo es el de las pulseras cuantificadoras, según confirma el director de e-Health de la empresa Ártica Telemedicina, Francisco Javier Perdices.
Se trata, según explica, de dispositivos capaces de medir la frecuencia cardiaca o los pasos que se dan en una caminata o incluso de monitorizar el sueño. “Todavía no se hace –matiza– pero tales datos no tienen por qué permanecer solamente a disposición de su propietario”. Con su consentimiento –prosigue– son extrapolables a una nube virtual donde se comparten con los de millones de compradores del mismo producto; más tarde, por medio de técnicas de big data y de machine learning (del inglés, ‘aprendizaje automático’), se obtienen conclusiones que son útiles en Medicina.
Un problema similar al del ‘big data’
El caso del proyecto VISC+ en Cataluña (el intento fallido de la Generalitat de configurar un big data sanitario en colaboración con las entidades privadas) resulta premonitorio a este respecto para Mayol.
Como puntualiza, “si el IOT consiste en la capacidad de conectarse a internet para trasladar a la red la información capturada con toda clase de dispositivos, el paso siguiente es la serie de técnicas existentes para explotar esos datos, o sea, el big data”.
Según advierte, con el IOT puede suceder lo mismo que con el big data catalán, es decir, que “si te sancionan por cada innovación que propones acabes por no hacer ninguna”. E incide en su reflexión de que “no sabemos si, de aquí a 50 años, una inmensa cantidad de información médica, en su mayoría procedente de personas sanas, tendrá alguna utilidad sanitaria”.
Más optimista se muestra el director del Departamento de Ciencias de la Vida del Barcelona Supercomputing Center-Centro Nacional de Supercomputación (BSC-CNS) –la mayor plataforma española para la compilación masiva de datos con fines científicos–, Modesto Orozco.
Desde su contacto diario con el mundo de la ciencia, confirma que, en este momento, “un internet de las cosas con aplicaciones sanitarias es absolutamente posible” y extremadamente útil, aunque reconoce que todavía no ha llegado a sus oídos ningún proyecto colectivo de esa naturaleza (con la salvedad de los historiales clínicos y de laboratorio, que, en opinión de los expertos consultados, no se ciñen a lo que se entiende por IOT porque no se conectan a internet).
No obstante, “se está haciendo algo muy similar pero con fines comerciales: delimitar las pautas de consumo de los ciudadanos y cotejarlas con ficheros por los que muchas empresas están dispuestas a pagar cifras millonarias”. “Sin ir más lejos –desvela–, todos vemos cómo se personalizan mensajes publicitarios en nuestros ordenadores a partir del registro de navegación o incluso de nuestra ubicación por GPS (del inglés, ‘sistema de posicionamiento global’)”.
Un acuerdo entre los gobiernos y las empresas
¿Qué falta entonces para que el IOT sea una realidad tanto en la sanidad como en cualquier otro ámbito? Las tres fuentes consultadas apuntan a la misma respuesta: un acuerdo de gran alcance entre los gobiernos y las multinacionales, algo de tal complejidad que equivaldría a replantearse la manera en que se ordenan las relaciones internacionales, según se deduce de sus impresiones al respecto; en suma, el fenómeno que muchos han llamado ‘la aldea global’ en el siglo XXI.
“Tal vez una norma comunitaria o nacional y un pacto claro entre empresa y servicios de salud podría ayudar, pero ante un mercado global como el tecnológico, este tipo de acuerdos siempre se quedará incompleto”, lamenta Máñez. En tanto que Mayol recuerda que recabar datos tal como se formula aquí es algo que “las farmacéuticas y las aseguradoras tienen prohibidísimo ante el riesgo de discriminación (de pacientes) y de interferencia mercantil” y obedece a un proceso en la actualidad “desnacionalizado” y sujeto a diferentes normativas a las que se deben ceñir las compañías.
“Nadie conoce, por ejemplo, el potencial de Google para almacenar información, que debe de ser de una enorme magnitud; con eso los científicos podemos hacer desviaciones estadísticas que la interpreten, pero todavía no se sabe cómo discriminar una señal clara y uniforme”, explica.
A las dificultades técnicas y legales para el desarrollo del IOT se sumarían las éticas, como se comprueba al preguntar al marido de Pilar por la razón de que su esposa desechara cualquier contacto con los médicos durante tanto tiempo: su deseo expreso de que nada ni nadie controlara su vida. Pilar sobrevivió y empieza en su casa una nueva etapa. Eso sí: lo hará con ayuda social y con su correspondiente soporte tecnológico.
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