Pablo Uriel pudo ser un radiólogo más que ejercía en A Coruña. Una vida al oeste de la península que no tenía demasiado de casualidad. En todo caso, que allí se enamoro de su esposa. Esa parte del guion casual no significa, en cambio, que agotar el calendario en esa ciudad de provincias no fuera, en realidad, una huida interior que finalmente también hubo de ser física. Huir de Zaragoza, donde nació, donde fue
preso político que temió ser fusilado al alba; huir de Rincón de Soto, el pueblo donde ejercía como
médico a sus 22 años y donde le pilló el estallido de la Guerra Civil. Huir de todos los sitios que avivaran la memoria del sufrimiento de los proscritos. Él, hombre de izquierdas, militante, joven, idealista, ajeno aún a la maldad de hombre y sobre todo a cómo esta se cataliza en algunos.
Todas esas experiencias están retratadas con acierto, distancia y maestría en
'Dr. Uriel', una magnífica novela gráfica del ilustrador
Santo Llobell, que, por sumar al sentido hondo de la obra, ha resultado ser además el yerno del médico retratado.
“Escribió sus memorias de guerra en los años 60, pensando en sus hijos, a los que quiso dejar claro cómo logró Franco los laureados (esto lo dice con tono irónico) 25 años de paz”, comenta el creador a LA REVISTA de Redacción Médica. Este recuerda cómo leyó aquellos folios,
cómo descubrió luego a aquel hombre “encantador”.
Su noviazgo con Elena, una de sus hijas, le puso en contacto con
“los 1.000 días de guerra que había vivido Uriel”. Unas líneas, las del recuerdo, que pasaron a máquina para fabricar una modesta edición familiar que ilusionó al facultativo. Claro que más allá de ilusiones, lo cierto es que también pasearon por editoriales de cierto renombre: “Eran los años 70 y no debió ser el mejor momento porque ninguna se interesó”, asevera Llobell. Sí lo hizo, en cambio, el conocido hispanista Ian Gibson, que de buen gusto escribió el prólogo por el mero hecho de que quedó
fascinado con la narrativa clara, propia y equidistante de aquellas líneas. Aquello ocurrió con la ayuda del fallecido poeta y profesor valenciano
Francisco Salinas, el mismo que se empeñó en que esa historia debía llegar a más gente. Y lo hizo; pero en 2005, cuando hacía 15 años que Uriel había fallecido. “Creo recordar que cuando vivía ya fantaseamos con la idea de que yo llevara su vida a un cómic pero no fue hasta hace unos años cuando me puse con esta aventura”, relata el autor. En 2005 lo que vio la luz fue una cuidada edición de las memorias titulada 'No se fusila en domingo', que editó Pretextos; Llobell, en cambio, admite que no asumió esa idea que le rondaba la cabeza hasta que comenzó la crisis económica en España. “Yo tenía un estudio con varios trabajadores e iba hasta arriba de trabajo y una obra así no la puedes empezar con tanta carga; en 2007 empezó a bajar el nivel de trabajo y es cuando me vi con el tiempo suficiente para ilustrar su historia”, resume.
A ojos del lector, resalta en la novela gráfica la distancia en los juicios de lo acontecido:
“Mi suegro
era así, quiso dejar testimonio pero no acusar; nunca decía tacos, era una persona tranquila que no tenía tendencia a señalar, y había que respetarlo”, asegura Llobell. Eso a pesar de que Uriel vivió el asesinato de uno de sus hermanos y que otro fuera torturado en la cárcel zaragozana de Torrero. Estigmas que le acompañaron toda la vida:
“Siempre fue un rojo en el franquismo”, asevera su yerno, que le recuerda elevado en dignidad pero firme sobre el lugar que debía ocupar en el mundo. Y es que el protagonista de esta historia recordaba en vida que su peor recuerdo como médico fue “el asedio de Belchite”: “No tenían ningún tipo de medios, de medicinas, y recordaba que a algunos compañeros les salvaba la vida sabiendo que solo podía darles una prórroga de tres o cuatro días”, rememora. Todo aquel dolor retratado en sus ojos antes que en la pintura de Llobell le llevó, a juicio de este último, a elegir la radiología como especialidad. “Él nunca me lo dijo pero tengo la teoría de que eligió ese campo para estar en cierto modo lejos de los pacientes porque, después de todo lo que vio, creo que no le quedaron muchas ganas de ver sufrir a nadie”, matiza. En cualquier caso, Uriel fue un médico “amable, muy preocupado por sus pacientes”.
“Siempre decía que lo más importante es dejarles hablar, escucharles... que la humanidad esté en la consulta”, explica el artista, que sentencia que su suegro fue “ante todo, un humanista”.
Finalizada la guerra, el superviviente Uriel (que no muriera en Belchite le convirtió literalmente en eso: un superviviente) fue destinado a la localidad oscense de Jaca, donde trabajó en un hospital de tuberculosos. Ese fue uno de los puntos que le empezaron a conducir a la radiología y, ante todo, a Galicia, donde llegó para trabajar en un centro enfocado a esta patología. Y allí estaba Cecilia, su ya mentada esposa, su ancla coruñesa (valga la metáfora marinera en ciudad de mar). Después, otro exilio: dulce. Valencia. “Tres hijas vivían en la ciudad, que además tiene muy buen clima, así que cuando se jubiló, el matrimonio se vino a vivir aquí”, explica Llobell. De aquellos años, o de los últimos como médico, el ilustrador recuerda la afición que tenía por las nuevas tecnologías: “Su mujer a veces se enfadaba con él porque le gustaba estar a la última y se compraba muchos aparatitos”, recuerda entre risas. Sin embargo, su tono entorna más serio cuando
recuerda la cantidad de pacientes que les han llamado solo para recordarles todos estos años el gran médico que era.
UNA HISTORIA ¿DE CINE?
La historia de Pablo Uriel está cargada de objetividad; hasta el punto de que el autor y su esposa (yerno e hija del protagonista) recorrieron buena parte de los lugares que aparecen retratados en la obra y accedieron concienzudamente al archivo documental que guardó el doctor, su familia u otras personas. Sus hermanas, por ejemplo, caídas en el ostracismo posguerracivilista de una España machista: solteras, hasta cierto punto recluidas por decisión propia en casa, guardaron con recelo las cartas que les remitió desde la cárcel. Y toda esa sinceridad y épica desinteresada pudo hasta convertirse en una película en la que se interesó un conocido director de cine español que, por desgracia, reconoció que actualmente la industria cinematográfica española no puede asumir el coste de tal producción.
El doctor Uriel, en persona.
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De su faceta humanista, además, perviven otras aficiones. “Era un asiduo a La Voz de Galicia, periódico en el que escribía con frecuencia porque estaba muy preocupado con la actualidad y la injusticia”, explica. Además, tras su fallecimiento en el año 1990, la familia ha podido disfrutar de algo que ya sabían que atesoraba: “Una inmensa biblioteca con obras sobre la guerra civil española”. “Creo que
Pablo se pasó la vida buscando una explicación a todo aquello”, añade Llobell, que, interrogado por la llamada Memoria Histórica, no duda que su suegro la hubiera apoyado sin pestañear. “Él tiene una anécdota vital clave en su vida y es que en 1971 exhuman a su hermano, que había sido fusilado y enterrado junto a 12 personas durante la guerra; pudo acudir y reconocerlo, pues era cojo y se apreciaba ese detalle en los restos”, rememora el autor de la obra.
También aborda, sobre tiempos más justos, que la Transición fue para el Doctor Uriel una oportunidad para entrar en política: “Fue socio-fundador del Ateneo de A Coruña, era una persona conocida e implicada, que llevaba a personajes de renombre a dar charlas en la ciudad. Aquello influyó en que se fijaran en él (no recuerda qué partido) pero declinó toda oferta”. Cuarenta años después y con la evidencia de que cada uno construyó la España democrática desde la trinchera elegida, a Llobell no le quedad duda de que su suegro estaría orgulloso de haberse convertido en un héroe de novela gráfica. “Me costó mucho perderle el 'respeto' para atreverme a dibujarle porque le tenía mucho aprecio”, asegura sobre este proceso, el que ha convertido a Uriel en
un héroe sin pretensión de serlo que acerca el dolor y los recuerdos a la palabra dignidad.
Dibujo del doctor Uriel desde tres ángulos diferentes.
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